viernes, 12 de octubre de 2012

Una sonrisa de terapia


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Visitando una leproserí­a en una isla del Pací­fico me sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera alguien que habí­a conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabí­an sonreí­r y que siempre decí­a «gracias» cuando le ofrecí­an algo. Entre tantos «cadáveres» ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano.

Cuando pregunté qué era lo que mantení­a a este pobre leproso tan unido a la vida, me dijeron que lo observara por las mañanas.
 Y vi que, apenas amanecí­a, aquel hombre acudí­a al patio que rodeaba la leproserí­a y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la rodeaba.

Y allí­ esperaba… esperaba… hasta que, a media mañana, tras el muro, aparecí­a durante unos cuantos segundos otro rostro, una bella mujer que se paraba al frente y le sonreí­a con una hermosa y amplia sonrisa.

Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreí­a él también. Luego la mujer desaparecí­a y el hombre, iluminado, tení­a ya alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que, al dí­a siguiente, regresara el rostro sonriente. Era su mujer.

Cuando lo arrancaron de su pueblo y lo trasladaron a la leproserí­a, la mujer lo siguió, y se instaló a vivir en el pueblo más cercano a la leproserí­a.
 Y todos los dí­as acudí­a para continuar expresándole su amor.
«Al verla cada dí­a – me dijo el enfermo – sé que todaví­a vivo

Muchos viven gracias a tu sonrisa, a tus palabras, a tu esperanza, a las migas de cariño que les puedas dar. No bajes los brazos. No dejes de sonreí­r y de tratar bien a los demás


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